El escándalo de Emilia Pérez ha provocado muchas conversaciones sobre relato y representación en el cine. También, ha permitido la discusión sobre los contextos de producción, las voces autorizadas para contar una historia y una serie de interrogantes en torno a la identidad nacional, sexual y política.
Estamos frente a un fenómeno cultural que evidencia la necesidad de un cine diferente. Un hacer cine diferente que dedique espacio a la investigación contextual y a escuchar relatos de grupos y comunidades. Es una invitación a cuestionar al autor y su obra, y al mismo tiempo, abrir espacio a la denuncia de aquellas comunidades en desacuerdo con cómo están siendo representadas bajo el ojo de alguien que ignora una determinada realidad. Un ejemplo de esto es la película parodia Johanne Sacreblue, realizada por un público mexicano hastiado de los estereotipos nocivos que reproduce Emilia Pérez.
Me parece muy relevante que todo el mundo esté hablando de esto. Pero pienso que el fenómeno no puede quedar aislado como el “caso Emilia Pérez”, sino que debe ser la puerta de entrada a la democratización de la crítica, o en otras palabras, tener la capacidad de argumentar a favor y/o en contra de un visionado.
Dentro del grupo de filmes galardonados en festivales durante esta última temporada, se me hace imposible no prestar atención a la película Anora. El último filme de Sean Baker ha sido nominado a 21 premios y ha triunfado en el circuito del cine independiente. Al mismo tiempo, ha sido muy comentada -en su mayoría favorablemente – por la comunidad stripper alrededor del mundo. Y es que Baker sí hizo su tarea: para la producción del filme contrató a la escritora, trabajadora sexual y cineasta canadiense Andrea Werhun, quien leyó y añadió detalles imprescindibles para la creación del mundo de Ani y trabajó con la protagonista del filme, Mikey Madison. Y es que esta actriz, a diferencia de Karla Sofía Gascón o Selena Gómez, estudió muchísimo su personaje. Werhun comentó a The Star que Mikey “había leído mi libro y otras memorias de trabajadoras sexuales; visitó strip clubs y pagó por bailes eróticos; tomó clases de pole dance por meses, e incluso instaló un tubo de pole dance en su sala”. Anora también cuenta con la participación de Luna Sofía Miranda en el papel de Lulú, amiga de la protagonista, que se ha dedicado al trabajo sexual en la vida real y que, a su vez, participó en el proceso de producción y adaptación del guión.
Admito que cuando vi la película no sabía nada de lo que acabo de exponer. Tampoco estoy lo suficientemente involucrada con la cultura de los strip clubs. Por lo tanto, mi opinión reflejaba la de una mujer hetero-cis desconocedora del sentir y las experiencias de este colectivo. Sin embargo, he reflexionado en torno a la autoría y a quién puede contar qué historias. En este caso, estoy muy de acuerdo con Cid V Brunet, Jacqueline Frances “Jacq the Stripper” y Tiff Smith cuando expresaron que Baker, al no haber performado nunca el trabajo sexual, pasa por alto detalles fundamentales para la puesta en marcha de la película. No obstante, su trabajo ha sido aplaudido por dicha comunidad por ser el primero que no estigmatiza ni violenta los cuerpos de las trabajadoras sexuales. Así, la representación de la cultura patriarcal que se proyecta es realmente una imagen de nuestra sociedad, donde -en voz de las strippers– es más seguro estar dentro del club que fuera de él.
Esa es la gran diferencia con la ausencia de trabajo del equipo de Emilia Pérez. Pareciera que Karla Sofia Gascón cree que por el mero hecho de ser una mujer trans, puede interpretar a cualquier mujer trans en cualquier contexto, sin conocer testimonios de defensoras de derechos humanos ni acercarse al mundo de la narcocultura mexicana.
En este sentido, no me parece curioso ni sorprendente que Anora esté arrasando en los festivales. Tampoco que el trabajo de Baker y Werhun no sea un escándalo -pese a que al mundo conservador le encanta colgarse de este tipo de historias para hablar de valores y roles de género-, ni menos que cuente con el apoyo de la comunidad que está representando.
A eso me refiero cuando defiendo el hacer un cine con equipos interdisciplinarios, porque sí hace una diferencia. No se trata solamente de evitar el escándalo, la cancelación o la funa, sino de comprender que el cine, al ser un dispositivo mediático que proyecta historias de otredades, debe tratar sus propuestas y relatos de manera cuidadosa, documentada y sopesada.
Por último, quisiera insistir en que los fenómenos cinematográficos no comienzan ni terminan con la proyección de la cinta, sino que son fundamentales los contextos de producción y la recepción activa del público. La participación colectiva de las y los espectadores supone la democratización de un espacio cultural, y así, aumenta la posibilidad de ser parte de los procesos de hacer un cine diferente.
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Trabajadora Social / U. de Chile
Diplomado en Estética, Crítica y Feminismos / U. Católica
Máster en Medios, Comunicación y Cultura / U. Autònoma de Barcelona